No sé cómo explicar estos momentos de paréntesis que aparecen tan de vez en cuando.
Son fogonazos de lucidez a altas horas de la noche, en ese momento en el que la vuelta a casa un poco antes de la última hora imprime una sensación de agradecida plenitud. Parones del tiempo en un simple autobús en el que los nombres y las voces flotan como ruidos sin demasiado sentido.
Pero sobre todo son momentos de gran duda. No existe ninguna ventana al futuro, por inmediato que sea. En cambio, las intuiciones que tan sumisamente se esconden de la luz del día surgen con una humillante claridad para lanzar flechas en direcciones más que evitadas en otras circunstancias.
No es efecto del alcohol, desde luego, ese sentimiento de gratitud, exaltación de la amistad (exaltación interna, por frío que resulte) y renovadas ilusión y confianza en las posibilidades del futuro.
Sólo queda clara la emoción y la necesidad de moverse en una dirección difícil pero con bastantes visos de resultar rejuvenecedora, por así decir.
Y por supuesto, se confirman las muchas ganas que tengo de no volver a entrar en ese micromundo gigante en el que me veo metido durante bastantes meses. Ese mundo que augura un entorno profesional del que no quiero ni oír hablar, con gente que a duras penas puedo contar no ya entre mis amigos de verdad, sino simplemente como personas en las que confiar en los malos momentos.
Querría seguir siendo niño siempre, aun cuando ya hace mucho que dejé de saber cómo.
Da miedo pensarlo.
Puede que el miedo haga costra, pero aún estoy por comprobarlo.
En fin, mañana será otro día
(otro día igual)