Mientras los caballos recorren como un trueno la pradera
y el viento trae presto el chillido de las espadas
el guerrero, solitario, no piensa en nada,
sólo en la espada que gobierna su alma.
Enfrente, el enmigo, con sus armas de fuego.
Los cañones retumban al unísono, arrojando su pesada carga
mientras las ametralladoras escupen las balas con su sordo tableteo.
Los generales mandan, los soldados obedecen.
Hay miedo en ellos pero también en el guerrero,
que mira fijamente a la muerte
y se enfrenta a ella con la sóla fuerza de su honor.
Después de los gritos, el galope y la furia,
después del silencio que deja el humo en el aire
cuando el enemigo le ha derrotado,
el guerrero esgrime su espada.
No teme a la muerte: teme a la vida deshonrada.
Lo que debía hacer el enemigo, él lo llevará a cabo.
Ya terminó todo.
Su cara se ilumina de paz.
Y mira a las flores.
Ya todas son perfectas.