Estaban tirados en el suelo, comiendo algunos restos de frutos secos mentales. Ni hablaban ni escuchaban. No podían sentir nada más allá de sus pulmones. Tampoco miraban a ninguna parte, ni siquiera a sus ojos, tan encima como estaban el uno del otro. Permanecían desnudos, y aún tenían las manos unidas, como en un último abrazo a gran escala.
El último pensamiento se desprendió de sus cabezas y se esfumó del cuarto. Ya sólo quedaban ellos, dos cuerpos insensibles.
Si se hubiesen mirado a los ojos habrían adivinado el final. Si hubiesen escuchado, habrían oído la cuenta atrás.