25 de Enero 2004

Las manos del pianista

En los fríos inviernos de la ciudad, la gente solía reunirse todos los sábados al caer la media noche en el único club que estaba abierto a esas horas.
Lujosos anillos poblaban las manos de las damas y lustrosos collares se posaban sobre sus hombros. Los caballeros gustaban de lucir sus mejores chaqués, acompañados siempre de un sobrio bombín.
La elegancia de los asistentes contrastaba con el espacio en el que se reunían. Si bien el club estaba dignamente decorado, distaba mucho de ser considerado como un lugar realmente elegante. Así pues, la única explicación que existía para la presencia de tan reconocida concurrencia era el espectáculo que cada sábado tenía lugar allí: un concierto de piano.
Nadie en el club sabía de dónde había llegado el pianista. Nadie excepto el viejo dueño, que era además quien regentaba la barra. Él decía haber conocido al pianista en un "grotesco antro" del puerto de Hamburgo. Lo había sacado de allí a cambio de un buen trabajo, un buen sueldo y, a buen seguro, un gran beneficio para él mismo.
La seguridad del viejo estaba justificada. Se rumoreaba que el joven pianista, de nombre Vladek, era capaz de elevar su sintonía hasta el mismo cielo, encontrándose allí con las almas de sus espectadores, que quedaban hipnotizados al escuchar su recital. Sus actuaciones no desmentían los comentarios.
Aquél sábado, cuando el reloj marcó las doce y cinco minutos, una puerta al fondo del local protestó al ser abierta por unas manos firmes. El gentío enmudeció: Vladek acababa de entrar en la sala.
Iba vestido como en todas sus actuaciones, con su chaqueta de terciopelo azul oscuro acompañada de una camisa blanca y unos pantalones marrones, a juego con los zapatos.
Sin mirar a su público, Vladek ocupó el taburete situado junto al piano. Con su joven espalda erguida y sus manos suavemente posadas en el teclado, comenzó el concierto.
Ya desde la primera nota era perceptible el estremecimiento que recorría al público. La fluidez y frescura con que Vladek interpretaba cada compás hacían de aquella melodía un verdadero regalo. Pocos caballeros y ninguna dama pudieron contener la emoción ante la historia que les contaba aquel joven.
El mundo les parecía de repente perfecto, bello. Nadie se acordaba de la tristeza.
Pronto, la melodía encaró la recta final, marcada por el acelerado movimiento de las manos de Vladek sobre las teclas.
De pronto con un sùbito estruendo comenzó el silencio. El piano había enmudecido.
El público no fue capaz de reaccionar, tan impresionados estaban.
Y Vladek...Él simplemente sonreía.

Escrito por Dorian a las 25 de Enero 2004 a las 01:15 AM
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