Aquel día no reconocí tu sonrisa como lo que era. Pero tú te empeñaste en que no pudiera olvidarme de ella jamás. Eras la sonrisa que apartaba la nube de la vulgaridad. Me enseñaste tu voz, tu timidez e incluso tu alegría. Pero sobre todo me llenaste de ilusión. Cómo explicar la intensidad que se concentraba en cada momento. Saludos con careta de cómplices. Y siempre esa tranquilidad, esa seguridad de que todo iría bien y, si no era así, no importaba. "no te agobies", ¿recuerdas? Todos tenemos la capacidad de recibir el viento a favor si sabemos ponernos de espaldas a él. Pero tú soplabas más fuerte. Me enseñaste todo en un tiempo mínimo. Quizás para guardar siempre esa intensidad que albergabas tras aquella suave tranquilidad. Tenías una cara de luz. Y me enseñaste más. Como que las acciones vulgarmente graciosas se vuelven sublimes si se acompañan con una sonrisa sincera. Yo intenté darte algo a cambio, no sé si acerté. Lo cierto es que si de verdad aprendí algo, se me debió notar al intentar corresponder una de tus miradas. Intentando transmitir esa alegría de vivir que tú emanabas.
Las estaciones cambian, no obstante. Y qué duro es comprobar cómo todo llega a su fin. Pero no es el final. Se trata de otro paso más. Puede que no quisieras tener que ser tú la que nos lo hiciera llegar. Tampoco nosotros queríamos que te fueras. Nos queda un vacío tan grande que sólo se puede llenar con tu inmenso recuerdo.
Gracias por dejarnos tanto de ti, por hacer de la vida algo irrepetible.
Reproduce su ausencia una vez más, triste caracola. Trae de nuevo el sonido de las olas al romper contra mi costa. Del mar de lágrimas que lloré y que no secará nunca. Las profundidades respetan su barco. Noble marinera de mano firme, dirige mi timón rumbo al fin del mundo. Prefiero morir de pie, en medio de la tormenta. Aunque ya no sea dueño de mi existencia. Aunque no sepas que te habría guiado hasta aquella costa que nunca te prometí.
Dios le da pan a quien no tiene dientes.
O, dicho de otra manera, Dios le da ilusión a quien no tiene un colchón para no espachurrarse contra el suelo.
No, corrijo: a quien es tan gilipollas de subirse tan alto sabiendo que no tiene colchón.
Ojalá fueras capaz de soñar. Pero no puedes, porque no crees en los sueños.
Ojalá fueras capaz de amar los sueños informes que amo yo. Aunque mi sueño sea que nos lleguemos a aceptar. A pesar de que lo que soy capaz de sentir no lo sé expresar con palabras y no te lo puedo escribir.
Triste destino el del loco soñador, vagando de noche con una venda que le tapa los oídos. Con la única guía de su deseo y sin más luz que la de una frágil esperanza.
No sé si gritártelo a la cara o simplemente esperar que lo leas tú.
Aunque por entonces haya dejado ya de caminar...
Una vez más, recurro este sitio como escondite.
Y es que me veo de nuevo acosado por mis fantasmas. No es como antes, es distinto...no sé si peor.
Ya no soy capaz de reconocerlos. Hace tiempo que se desprendieron de sus enormes sábanas blancas y las conviertieron en pacíficas banderolas.
Pero los vientos cambian y, al parecer, ya no se encuentran cómodos en esa situación, tan lejos de mí, con mi tranquilidad luciendo tan fuerte en su noche, y han decidido abandonar las banderas, la paz y mi memoria.
Me va a costar identificarlos. Yo pensaba que vendrían esparciendo su rosario de huesos por el camino, pero no es así. Se lo toman bastante más en serio, al parecer.
Esto me pasa por bajarme de mi atalaya, por creer que podría abandonar aquella elevada posición, agotadora pero segura. Ahora habrá que comenzar a limpiar otra vez. Empezaré por la cocina, donde guardo la salsa que le da alegría a la vida, la cual no me gustaría que se cortase. A ver si entre todos conseguimos sanear la casa poco a poco.
Después, creo que amontonaré en la entrada unos cuantos sacos terreros llenos de letras como este.
Quizás así ahuyente a los fantasmas aunque, francamente, me contento con poder sentirme un poco protegido. Y poder dormir tranquilo.